Los tesoros borgoñeses al aire libre son sus viñedos. Los hay tan famosos que de todas partes del mundo vienen personas a rendirles culto. Tal vez algunos nombres les suenen o tal vez se deleitan a cada rato con alguno de estos crudos: Chablis, Pommard, Puligny y Chassagne-Montrachet (sacrilegio pronunciar la "t"), Vosne-Romanée, Chambolle-Mussigny, Gevrey-Chambertin, y, el rey de los reyes: Clos-de-Vougeot. Las bodegas del castillo fueron construidas por los monjes de Cluny en el siglo XII (todavía la gran cuba con capacidad para 2000 botellas de vino puede verse y también el gran lagar). El manoir (casa solariega) en estilo renacimiento fue añadido al dominio del castillo por Jean XI Losier a mediados del siglo XVI. El viñedo posee su propia cofradía, llamada "Les Chevaliers de Tastevin", que se reúne cada año. A ella se le debe, en parte, que los vinos de Borgoña, olvidados durante décadas, volvieran a situarse en posición cimera en el mercado internacional en los últimos 30 años.
Yo había recorrido les Côtes des Nuits-Saint-Georges – esa ruta deliciosa que va de Beaune a Dijon, de viñedo en viñedo – hace años y en época en que las vides estaban cargadas de racimos de uvas. Ver esos mismos paisajes con las vides ya listas para la explosión del verdor es también una experiencia maravillosa. Tal vez porque entendemos, mejor que nunca, la extrema generosidad de la tierra y el sentido mágico de las estaciones.