El escritor romano de corazón y parisino de adopción Alberto Moravia escribió La mascherata en 1941. A raíz de ello fue censurado y tuvo que esconderse porque el mussolinismo vio en ella una burla al fascismo. En realidad, Moravia sitúa su deliciosa noveleta en un país de América Latina indefinido (e indefinible). La ciudad se llama Antigua pero no es exactamente Guatemala, aunque pudiera serlo, como también cabría imaginar a Venezuela, a Rep. Dominicana,..., o sea, a cualquier país de por allá. Como en casi todos los dramas latinoamericanos el pugilato de fuerzas ostenta en buena medida la tríada de "los que fueron, los que son y los que quieren ser", propia de todo sistema social en el que prima la omnipresencia de un anciano dictador (en este caso, de derechas, dado que se conservan propiedades y el reconocimiento oficial de cada status social).
Esta ha sido una de mis lecturas durante el verano. La extraordinaria posibilidad de finales de la noveleta es tan admirable como difícil resulta adivinar cuál será el que el autor le depara. Más allá del carácter apologético y del sermón de la denuncia (que venga de donde venga personalmente me aburre), lo que me deleitó sobremanera de esta "obrita grande" es la constante teatralidad con que se mueven y respiran sus personajes. Situada de lleno en nuestra contemporaneidad, la atmósfera decadente y -por decirlo en téminos que un europeo utilizaria para referirse a Latinoamérica- exótica de la novela, la colocan en las márgenes de dos tiempos, de dos literaturas, de dos modos de contar. Y es que no iba Moravia a tracionar del todo a la clase a la que siempre admiró y a la que de cualquier modo siempre perteneció. Es a mi modesto juicio la razón por la que de todos los personajes sacrifica a la advenediza y al idealista bastardo, en medio de una mascarada muy sutil y demasiado divertida como para no releerla otro verano.