Hoy escribo sobre la obra de Antonio José Ponte en El Nuevo Herald. Cuelgo el texto y dejo el enlace:
Antonio José Ponte: grabar letras en la piedra.
Antonio José Ponte: grabar letras en la piedra
Por William Navarrete
El Nuevo Herald, Artes y Letras,
domingo 20 de septiembre del 2009
En 1997, el escritor cubano Antonio José Ponte (Matanzas, 1964), publicó su poemario Asiento de las ruinas. En él, reunía poemas que había publicado anteriormente bajo el título de Poesía: 1982-1989, e incluía otros escritos a partir de esta última fecha. En la nota introductoria para la edición de 1997 el autor recordaba que alguien le había comentado que el título de aquella primera obra le "hacía pensar en una lápida, en la tumba de un niño".
Esta observación cobra sentido profundo a medida que se repasa la obra del ensayista, novelista y poeta. El autor ha dicho en una ocasión que se consideraba a sí mismo una especie de "ruinólogo" o especialista en ruinas. Afirmación que, a pesar de su sentido irónico, no parece del todo errada cuando le vemos, ante un telón de Habana en ruinas, servir de hilo conductor en el excelente documental del cineasta alemán Florian Borchmeyer Arte Nuevo de hacer ruinas (2006), título, a su vez, del libro que el escritor publicó ese mismo año en el Fondo de Cultura Económica de México.
Antonio J. Ponte ha ido erigiendo su propia obra sobre basamentos sólidos como si de un edificio se tratara. Ha necesitado excavar, como haría un arqueólogo en un sitio antiguo, para poder leer en las borrosas lápidas la historia de su país y expresar, luego, ideas muy coherentes y sopesadas sobre el pasado y presente cubanos. En su caso, no se trata de una poética de las ruinas a la manera de Chateaubriand o Montherlant, moralistas para quienes los despojos de una civilización enaltecen la vanidad humana y el sentido trágico de la vida. Tampoco su proceder apunta hacia el decorado vacío (casi romántico) de un lienzo de Hubert Robert o hacia la idea del triunfo de la muerte sobre la vida, presente en la obra de Nerval, de Du Bellay, e incluso, de Víctor Hugo. Los despojos de los que emerge la arquitectura de su obra son ruinas vivas. Son sus propias lápidas en vida y aquellas de una infancia en que el desmoronamiento físico de la ciudad (premeditado, ha señalado) entroncaba con un camino previamente trazado de reglas y dictámenes absurdos.
Para vencer estas marcas cruciales (y superarlas), para no tener que arrastrar consigo esa necrópolis de panteones derruidos, huesos dispersos y lápidas ilegibles, el escritor no se ha conformado con una lectura inteligente de momentos puntuales de la historia (como sucede en La fiesta vigilada, novela publicada por Anagrama en el 2007), ni con un anecdotario enjundioso de episodios cotidianos del país de hoy (legibles en su libro Cuentos de todas partes del Imperio, Ed. Deleatur, 2000), sino que se ha atrevido a darle la espalda a las leyendas comerciables del pasado cubano y, con justa medida, ha excavado incluso en ese ámbito revelador del fin de un pueblo o cultura que es la gastronomía como indicador de la "última" morada para las "últimas" costumbres.
Ese tratado sutil de gastronomía o recetario gustativo de las ruinas del paladar del que hablo es Las comidas profundas (Deleatur, 1997), un libro ilustrado por el pintor Ramón Alejandro, publicado luego en francés. Años más tarde, el autor decide reeditarlo junto a los cuentos de Un seguidor de Montaigne mira La Habana (Ed. Vigía, Matanzas, 1985), en un nuevo libro bajo el cuidado de la casa editorial Verbum (2001). Ponte tiende puentes entre su propia obra. Necesita unir los fragmentos dispersos como se unirían, después de una ardua búsqueda, el ala perdida de una niké griega y el pedestal de la misma, hallado, tiempo después, en el fondo del Egeo. Intuye una topografía común para las ruinas de todos los sentidos. Cuadricula el espacio y apuntala paredes de inminente caída a partir de un centro en donde se coloca para enterrar la infancia, entender el presente e imaginar, en lo que cabe, algún tipo de futuro. Esa topografía que se me antoja "de la memoria", es un vivero de semillas muy bien seleccionadas para quien busque una estrella que le guíe en la noche cubana.
A "la mesa en La Habana", tan vacía de alimentos como lacónica resulta esta simple y única frase del último capítulo de Las comidas profundas, se superpone (a semejanza de un mantel de líneas invisibles) la agonía de la calle Obispo, la villa coloreada de un viajero del XIX, la ciudad de "paredes tan despintadas que parece estar siempre bajo la lluvia" del visitante de hoy, la de una prostituta del barrio de Colón de otros tiempos como una efigie antigua en los jardines abandonados de una villa palladiana.
En este sentido, cuando penetramos en el universo literario de Ponte sentimos que estamos en el umbral del gabinete secreto de un museo arqueológico similar al de Nápoles. No porque se escondan allí piezas eróticas censuradas por credos morales, sino porque de pronto descubrimos que de haber vivido tanto entre las ruinas, nosotros mismos, ya no veíamos ni sentíamos nada. Y que nuestra mente y nuestros gestos habían quedado suspendidos en el aire como esas figuras carbonizadas de Herculano y Pompeya.
Incorforme ante los estatus premeditados, el escritor anduvo de joven con planos de ingeniería entre las manos. Cuando indago si la escritura surgió luego de esta profesión me habla del orden inverso: "Escribía ya cuando decidí estudiar una ingeniería y practicarla durante cuatro o cinco años". En su caso, añade, "cualquier carrera habría sido un desvío de la escritura y, puesto a vagar, me fui a unas antípodas de planos y de números. Para abandonar luego esa profesión, tal como me había pronosticado a mí mismo".
Tal vez de aquel mundo de precisiones geométricas y cifras redondas quede el espíritu profundamente racional de su escritura y la justeza en el empleo de los signos. Ponte "desgrasa" sus textos y desdeña las pinceladas coloristas que distraigan la atención del verdadero sentido de sus frases. Esa inconformidad ante lo fácil quedó también manifiesta en su posición crítica con respecto a la burocracia cultural cubana, algo que la valió la expulsión de la UNEAC en el 2003. En la jerga de esa institución de reglas extrañas se expuso que quedaba "desactivado", como si de sus miembros sólo se exigieran gestos de muñecos mecánicos que el escritor no quiso acatar.
Autor también de El libro perdido de los origenistas y de la novela Contrabando de sombras (ambos de 2002), colabora con regularidad para la revista Letras Libres, el diario español El País y ha publicado importantes ensayos entre los que cabe mencionar el ingenioso (y polémico) "El abrigo de aire", una relectura de Martí. En Madrid, donde se estableció después de su salida de Cuba, dirige la revista Encuentro de la Cultura Cubana.
Para Ponte es posible que el camino ya haya sido recorrido. Un poema de Asiento de las ruinas se cierra con estos versos: "[...] Era una ciudad desconocida/a la espera del invierno./Temí gastarme en pueblos que no eran,/inventados al paso de los trenes'". (Ciudades). Temor a gastarse en los paisajes vistos y soñados. Necesidad de apropiarse de ellos, de darles sentido y de renovarse. No en balde ahora prepara un nuevo libro del que, supongo, será difícil predecir su género si consideramos que en su escritura se funden novela, testimonio, ensayo y poesía.
"Trabajo en un libro que relaciona arquitectura y memoria", dice. "La Habana aparece en él de vez en cuando, por muchas razones, aunque no es el centro del libro. He escrito sobre La Habana en mi último libro, y cuento con no repetirme", para enseguida aclarar que "si antes [se] detenía en el estado ruinoso de la ciudad, ahora [le] preocupa qué habrá de restaurarse de ella, qué ciudad será La Habana en el futuro".
Las páginas que escribe Ponte no están destinadas al olvido. Me gustaría saber (y no pregunto porque sé que todo hombre tiene su pudor) si está consciente de ello. Si sabe que aún más allá de cualquier accidente natural o humano su escritura perdurará y emergerá como aquellas antiquísimas tablillas cuneiformes del valle del Eufrates y el Tigris, las últimas muestras de una sabiduría perdida y de enseñanzas remotas. Tal vez el escritor ignore que al escribir sus cuartillas esté grabando la historia de un pueblo (de muchos pueblos) sobre un montón de piedras.
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