5 févr. 2009
"Lumbres...", por María Sangüesa
Aquí dejo el texto escrito (y leído el día de la presentación) por la escritora María Sangüesa con respecto a mi poemario.
LUMBRES VELADAS DEL SUR
María Sangüesa
Lumbres veladas del Sur es un poemario que irradia belleza y sensualidad. En él, William Navarrete, ha conseguido crear una fuerte corriente que arrastra nuestra mente, nuestro espíritu, hacia otro espacio, hacia otros ámbitos ajenos a nuestra realidad occidental. Nos introduce en un mundo luminoso cargado de voces y de aromas, de paisajes habitados por gentes que viven y se mueven en un laberinto de calles sinuosas, de plazas pobladas de sonidos que se expanden en un estallido multicolor, donde el sol o la luna alumbran cantos y conversaciones, impregnadas de esos olores únicos, a especias y a perfumes extraños, que hacen del aire de Marruecos una parte más de su inigualable paisaje y acentúan su intangible misterio.
Sus poemas parten de la maravillosa ciudad de Marraquech para ir abriéndose a sus territorios circundantes.
Creo que debo mencionar algo sobre la historia de este lugar, puesto que toda ella ha ido perfilando el patrimonio artístico y cultural de esta singular ciudad. Marraquech es una urbe de origen beréber, fue la ciudad que le dio nombre al país en el que se alza: Marruecos. Aunque podemos decir que su auténtico origen, en realidad, permanece oculto en el misterio, se especula con la posibilidad de que éste sea caucásico, e incluso se le ha vinculado, por la rareza de su lengua semítica, con el pueblo vasco… ¡quién sabe!
Durante el Imperio romano, el emperador Augusto casó al heredero de la monarquía de Marraquech, Juba II, con una hija de Marco Antonio y de la mítica Cleopatra. Y, hasta que Calígula llegó a liderar el Imperio, este territorio africano mantuvo su autonomía. Más tarde, cuando el Imperio Romano cayó, se escindió en numerosas tribus muy belicosas entre sí. Hacia el siglo VIII, de nuestra era, fue sometido por el sultán de Bagdad, que tuvo que hacer frente a los numerosos levantamientos de tan indómito pueblo. No se islamizaron hasta que los árabes conquistaron Hispania, siendo su historia bastante paralela a la nuestra. Entre 1050 y 1060, Yusuf ben Tasfin, al frente de los Almorávides, se adueñó de las principales rutas comerciales y, junto a su hijo Alí ben Yusuf, importó a esta ciudad la rica cultura de Al- Andalus. De esta manera comenzó el esplendor cultural y el florecimiento artístico de Marraquech, tan imbricado a nuestro sur peninsular.
Hecho ya este pequeño apunte histórico, es William quien nos sitúa dentro de la ciudad, al pie de la cordillera del Atlas, el más imponente sistema montañoso de África, frontera entre las fértiles vegas norteñas y el desierto del Sáhara.
Su primer poema, Canto al pie de los Atlas, es como una introducción al recorrido a través del cual nos va a conducir, de la mano de su fulgente palabra, por las páginas de su libro. Me voy a permitir reproducir la tercera estrofa de este emocionante poema:
“Yo sólo siento que me fundo
lentamente, irresistiblemente,
detrás de sus miradas,
donde se esconden los juegos y las danzas
que cerca de las fuentes compartimos
ajenos a los dogmas de Los Libros.”
Desde este instante, ha conectado con el alma de la ciudad, con el espíritu de sus bulliciosas y hospitalarias gentes; se ha rendido a su encanto, y sus versos van a ir naciendo de una mirada que resulta tan intimista como deslumbrada por cuanto le rodea.
En Plegaria del sultán Ahmed Al-Mansur, para los españoles Almanzor, que fue quien en el S. XII, venció a los cristianos en la batalla de Alarcos. En este poema nos da su visión sobre la impresionante Al-Bahya y su sultán, Mulay. El lugar es de una belleza decadente y absolutamente romántica. Está formado por las ruinas de lo que fue un gran palacio y por una mezquita de increíble decoración, tanto dentro como fuera de sus muros; atravesando las ruinas del palacio se accede las tumbas Saadíes, un verdadero despliegue de imaginación sobre mármol, madera y escayola, logrando un conjunto tan espectacular que conmovió al poeta hasta hacerle escribir uno de los más intensos poemas de su obra.
Después, hace una pirueta en el tiempo para llevarnos hasta Majorelle, un palacete de estilo naïf, construido hacia 1920 por el pintor francés Jacques Majorelle, y que está concebido como una especie de ensoñación sobre el exotismo de Marraquech. El lugar, aunque puede ser visitado, es propiedad de la familia del modisto, Yves Saint-Laurent, fallecido recientemente. El poeta nos hace sentir este paisaje, hasta llegar a fundir, tanto nuestra piel como nuestro espíritu, con la armonía conseguida entre las formas desbordantes de su arquitectura, los tonos añiles de los muros, la gama de verdes y rojos de las buganvillas y la propia vida que late en su entorno…
Cabalgata de ausentes, nos desliza por los vericuetos de la medina, entre aromas a canela y azafrán, perennemente acompañados por aquellos gritos que algunas veces nos pueden parecer casi cánticos, de los mercaderes. Aquí hace una evocación muy profunda y melancólica de la imagen materna, entresacada de una cita de Abdellatif Laâbi, sobre lo inmenso de su soledad interior.
Esta soledad se acentúa en Ciudadela transida de luz pues nos sumerge en una honda reflexión sobre las mujeres y su aislamiento, tras los muros de las silenciosas casas que se extienden a lo largo de la impresionante muralla.
Su registro poético cambia radicalmente al transportarnos, en el El gran Halka, a la plaza de Jemaa-el-Fná. Centro neurálgico de Marraquech, allí se desarrolla la deslumbrante vida de la ciudad, en un variopinto derroche de mezclas de músicos, saltimbanquis, comerciantes, encantadores de serpientes, bailarines, cafés y restaurantes…Una increíble sinfonía de aromas y sonidos, de voces y cantos, a cualquier hora del día o de la noche que nos transmite bajo la imponente presencia de la Kutubia, la torre gemela de la Giralda sevillana, con una destreza poética que es todo un regalo para nuestros sentidos. Este poema lo ha dedicado a otro gran escritor, Juan Goytisolo, que, al igual que él, quedó atrapado y fascinado por la exótica y múltiple belleza de tan singular lugar.
En Rapsodia del oued Seco, ya nos sitúa fuera de la urbe. Un oued es un río que permanece seco casi todo el tiempo y que tan sólo se llena de agua cuando, muy de tarde en tarde, llueve. Su descripción del cauce convertido en erial es la más lograda que he leído nunca, así que no puedo resistirme a la tentación de reproducirla:
“Lecho de gravas, oued sin llanto,
que como un sable afilado
atraviesas el valle de laureles,
no cuentes con las lágrimas del hombre
para llenar tu garganta seca”.
Luego, el autor nos lleva hacia la orilla del mar, en el intenso poema Magia de los hierros, que es una evocación del cabo Mogador, lugar que nos describe como una ciudad dormida entre las rejas, las olas y el desierto.
En Hamman vuelve a introducirnos dentro de la vida cotidiana de Marruecos, los hammans son los baños públicos, lugares de reunión de cualquier población marroquí. Allí se toman baños de vapor entre hojas de eucalipto que aromatizan el húmedo aire, para continuar dejando que nuestros cuerpos sean recorridos por las expertas manos de unos masajistas que los ungen de aceites y esencias y nos hacen salir de allí totalmente reconfortados y renovados, siempre envueltos por el murmullo de las voces que charlan o cantan, transmitiéndonos esa vida, siempre bullente, que anida entre las paredes de las ciudades marroquíes.
Ouikameden nos eleva a las cimas del Atlas, entre imponentes cedros y abetos. Aquel paraje es hoy día una estación de esquí, donde la nieve y el paisaje alpino sorprenden a todo aquel occidental que llega hasta sus altas cumbres. Su belleza es agreste, salvaje, diferente a cualquier otro lugar del mundo donde también reinen los bosques y la nieve, ya que el desierto del Sáhara comienza cuando se desciende de sus escarpadas alturas.
Al llegar al poema Encuentro galante en La Menara, vemos que la sensualidad de los versos se desborda. La Menara es un inmenso bosque de olivos que tiene un sorprendente lago artificial en su interior, sobre éste se alza un palacio construido para una princesa de legendaria hermosura. Ante esta imagen de cuento de hadas, el poeta nos hace vivir un encuentro amoroso con la musa de tan mágico enclave. Sus palabras reviven lo que supuso aquella lejana historia de amor, pero desde la óptica de nuestro vívido presente.
El detentor de la memoria, es una sucesión de imágenes coloristas y pintorescas que reflejan el arte de vender de los habitantes del zoco, en este caso el de Smarine, sumergiéndonos entre las voces de los tahúres y jugadores que se confunden con los puestos de los mercaderes como si se tratase de un irremisible rito ancestral por el que se entrecruzan pasos y miradas a lo largo del discurrir de los siglos, y que podrían llegar a desembocar en el hastío, del que se salvan por el propio juego de la vida que transcurre bajo la luz, el color y la renovada sorpresa que aguarda, a quien camina, casi en cada esquina.
Paul Bowles en In Salah, es un hondo homenaje al este escritor que se enamoró de la ciudad de Tánger y que nos dejó una novela tan magnífica como El cielo protector. Aquí su tono se va tornando irónico al reflejar la realidad actual del lugar que este autor habitó, para hacer después un quiebro sobre la nostalgia que suscita su ausencia y el tiempo transcurrido entre sus huellas y la resonancia que éstas dejaron en lo que ya no tiene retorno, el pasado.
Jarcha de amor es un breve poema construido en esta modalidad de tan profundas raíces medievales y árabes. Podemos decir que es un cántico en toda la dimensión de su significado ya que las palabras parecen acariciar nuestros oídos como si se tratara de las notas de un laúd, mientras nos va narrando todo el esplendor sevillano, que fue trasladado a Marraquech como último vestigio de cuanto tuvo que ser abandonado en la siempre añorada Al-Andalus.
Por último, Oda marcial, es ya su despedida. En ella alude de manera firme pero también poética al monarca alauita, hasta convertirle en su interlocutor mientras le ruega, casi una oración, por su tierra y por quienes la están habitando, trenzando un canto de esperanza y de tristeza. La esperanza nos la muestra en unas imágenes de gran calidad plástica, sugiriendo un paisaje que puede ser renovado por el agua y por el verdor que ésta puede llegar a esparcir a su paso. La tristeza se nos abre ante la pobreza, la enfermedad y el descuido que imperan dentro de un patrimonio tan espectacularmente rico en cuanto a su belleza. Quiero terminar con los últimos versos de Lumbres veladas del Sur:
"...
Soy demasiado pobre
Y no puedo ofrecer
mas que este canto,
tal vez incompleto, difícil,
tal vez afónico, quizás muerto.
Tómalo tú,
que puedes transformarlo.
Y encaja para siempre,
con firmeza,
tu corona de riquezas
en mi verso".
Sólo me queda decir que William Navarrete nos ofrece con este poemario un canto rebosante de vida y de música, la de sus versos. Y que lo corona con la insuperable riqueza de sus deslumbrantes palabras.