Un filme de Darren Aronofsky con Natalie Portman, Mila Kunis y el francés Vincent Cassel en los personajes protagónicos. Trepindante, sin dudas. Angustiante, también. Una première étoile nace. Detrás del telón del Metropolitan, las rivalidades, las noches de insomnio, los sacrificios extraordinarios, los ensayos extenuantes, los miedos, la autodestrucción. La tesis de la película: no se puede ser grande (cuando Natura no lo dota de un talento extraordinario) sin sufrir. El éxito tiene un alto precio y cualquiera no aguanta estar en el pimpollo. Cosa que hemos comprobado en estos días, en otros planos, cuando se desploman las figuras encumbradas de la política internacional (sobre todo los dictadores con los que Europa y USA se restregaron hasta la saciedad, hasta la dependencia, hasta la reverencia y hasta ayer mismo). Y ojalá no nos fajemos ni con China ni con Arabia porque vamos a tener (nosotros, no las elites ministeriales) que alumbrarnos con velones y cocinar con carbón.
Pero volviendo a la peli - que es tema más grato -, la superposición de la vida real y la onírica de la protagonista (en su vertiente pesadilla) es como el ying y el yang, como el Cisne Negro y el Blanco que pretende encarnar a la vez, o sea, no podemos definir exactamente las fronteras de un mundo y otro y, de hecho, parte de lo sublime en este filme es que no vemos, en ese sentido, las costuras. Sin embargo, toda esa cantidad de sangre (que si los dedos, que si la espalda, que si el charco de la muerta-no muerta saliendo por debajo de la puerta del servicio, que si la otra dándose cuchilladas en el hospital), toda esa innecesaria vulgaridad de la sangre, podía habérnosla ahorrado. Para qué ofrecer notitas de thriller sanguinolento cuando se tiene un tema tan absolutamente maravilloso como es el del dolor del acto creativo y cuando ese dolor aparece con un fondo musical tan apropiado como es la música del mejor Romanticismo ruso. El otro punto flojo es la actuación de Portman: ninguna grande étoile de ballet es una muchachita de casa (bitonguita, se decía en mi época). En ese mundo (sobre todo en el del ballet, como en el de la política), para llegar hasta ahí hay que tener, amén de mucha inteligencia y astucia, unas agayas de "quítate-que-te-desaparezco del mapa".