8 avr. 2012

Hoy en El Nuevo Herald / colección Atocha de poesía

Hoy escribo en El Nuevo Herald sobre la colección de poesía hispanoamericana Atocha dirigida desde Madrid por el poeta cubano Santiago Méndez Alpízar (Chago. Los poetas publicados hasta la fecha son: la venezolana Karelyn Bueñano, la colombiana Margarita Vélez Verbel, el mexicano Adán Echeverría, la cubana Odette Alonso y el propio Chago.

Enlace:
Colección Atocha de poesía hispanomaricana / W. Navarrete / El Nuevo Herald


Colección Atocha de literatura hispanoamericana
William Navarrete
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sábado, 7 de abril del 2012

Una nueva colección de literatura hispanoamericana ve la luz al pie de la célebre estación de trenes de Atocha, en Madrid. Se debe al esfuerzo del poeta cubano Santiago Méndez Alpízar "Chago" (Remedios, 1970), establecido en la capital española, con la colaboración del también poeta cubano y residente en Moscú, Andrés Mir.
Bagazo (poemas iberos), el número cero de los ya publicados, es un poemario del propio Méndez Alpízar. Un libro original del que José Antonio Parra señaló la “perspectiva sutilmente alucinada del entramado real y simbólico de Madrid [...] donde expone su palabra densa y desenvuelta”. Lleva un texto de contraportada de Iván de la Nuez y un dibujo de Javier Gazapo, artista residente desde hace más de una década en Gran Canaria.

Parte de la obra poética de Santiago Méndez "Chago" (editor y coordinador del proyecto) nace del entramado variopinto y vital del barrio de Atocha. Allí “los interminables trenes de sangre” de un García Lorca perdido en Nueva York son, para él, interminables historias (y sensaciones) sobre rieles, que suben y bajan de vagones para alejarse o expandirse por las calles de Madrid. Esa materia vital no es simple anecdotario y condiciona favorablemente la selección a la que da cabida esta colección. No median intereses otros que los estéticos, porque no hay mecenas, ni se exprime el bolsillo del artista. Hay voluntad, afirma, de volver al sentido perdido de una editorial que no sea agencia bancaria, negocio o imprenta.

De este modo, entra como número primero La condición del fuego, libro de la poeta Karelyn Bueñano (Mérida, Venezuela, 1980), autora de una decena de títulos, entre los que se destaca Complejo de Dido, con el que ganara el premio de poesía DAES 2003. Bueñano escribe poemas sin nombres. Algunos muy cortos y el todo como un poema que se extiende majestuoso por las páginas de su libro. En uno de ellos se lee: El más antiguo de los míos era un alfarero / nunca supo por qué / había muerto ensangrentado en 1250 / deduje por escudos viejos que hubo por allí una dama respetable / de un apellido montañoso, impronunciable [...]. El lector viaja a los confines de la tierra sudamericana como viajaría también, en los versos de Bueñano, a la esencia misma una vida que la autora prolonga más allá del tiempo que ha vivido.

Continúa con el poemario El libro de las destrucciones, de la colombiana Margarita Vélez Verbel (Sucre, 1968), residente en Cartegena de Indias, jurista y autora de dos poemarios y un libro de ensayos. El libro de Vélez consta de tres partes y lleva un prólogo de Joaquín Robles Zabala, profesor de literatura y comunicación de la Universidad Tecnológica de Bolívar. Hay versos y prosa poética, además de alusiones a grandes figuras femeninas de la historia y la literatura: Madame Bovary, Augusta, Medea, Antígona. La poesía fluye como dardo impregnado de memoria para cada estrofa. Sus versos hablan de dolores muy profundos, de marcas, estigmas que siguen ( a pesar de ella / porque tal vez lo desea ella) a flor de piel:

Cómo me duelen mi madre y mis abuelas / cómo me duelen sus mundos reducidos al fogón y a las salas de parto [...]

La rebeldía no le cabe en esos versos. Evoca al padre siempre ebrio, violento, a la mujer dependiente de un destino trazado por la noche del tiempo. Culmina su poemario como un designio, con un colofón del tiempo vivido y una premonición inesperada: Breves datos biográficos del autor. Impresiona esa voz de sus entrañas, de las fauces de su ira. Tal vez por ello lleva este poemario una portada que resume, a pesar de lo poco agradable que resulta, la fuerza visceral de esta autora cuyos versos rehúyen el tibio nido.

El tercer título es La confusión creciente de la alcantarilla, del mexicano Adán Echeverría (Mérida, 1975), autor de una decena de títulos entre poemarios, narrativa y antologías. En el libro hay una voz que vigila, acechante en medio de la noche, aquello que juzga e inspira a la vez el comportamiento de los hombres. Es una noche interminable de curas maldicientes y pecadores, charlatanes, poetas, prostitutas, juerguistas y una orgía interminable de todos los sentidos para que la vida misma se convierta en rueda que gira al infinito.

En esa noche de vida y de todos los recuerdos racimos de voces cuelgan como telarañas / habitan en la cornisa de las tejas / habitan la ventana el desagûe los roperos [...]. En lo más profundo de las alcantarillas la muerte espera, muerte que cierra, querámoslo o no, cualquier paréntesis por largo que sea. Echeverría lo sospecha. Bienvenida mi muerte es el poema que reposa al final de todos sus desagües.

Por último, de la poeta cubana establecida en Ciudad de México, Odette Alonso, es la antología, Bajo esa luna extraña. La obra compila parte de su obra: La sed y la llovizna, Palabra que no vuelve, Extranjera, Los días sin fe y Las otras tempestades, hasta llegar a sus últimos poemas inéditos, precedidos de un enjundioso prólogo de la escritora Rita Martín. Es fácil trazar, leyéndolos, las coordenadas que han marcado la ruta emprendida por sus versos. Se mecen suavemente al ritmo de mares y montañas. Viaja, con una valija repleta de sensualidad y percepciones inteligentes. Ese mapa la expulsa de su Santiago de Cuba natal, la lleva justo el tiempo necesario a los soportales de La Habana, la deja indefensa luego, casi perdida, en ese exceso de tierra por todas partes que es la urbe mexicana, para terminar dotándola de un don de ubicuidad poética que la hace vivir (más que en sitios terrenales) en la poesía misma, su nueva y definitiva casa. Entonces leemos: Yo viví en una isla que se hundió para siempre / Desde entonces / en tierra firme / soy un fantasma [...]

La obra de Odette Alonso se lee como una completa sinfonía. Hay una música deliciosa que emana de sus versos y le da admirable unidad al conjunto. No se trata de un estilo uniforme, ni de una voz que se repite, sino de una conciencia innata de que el verso es música por encima de todos los experimentos y más allá de todas las innovaciones. No puede hablar con música quien no la lleve dentro. Alonso no necesitó adquirirla ni tomarla prestada. Su obra, amplia y luminosa, llena de placeres y pesares, de tristezas y alegrías, es esa sinfonía perfecta que se escucha desde el principio hasta el fin sin interrupción alguna.

Deseando larga vida a esta colección hispanoamericana, que su catálogo crezca dando a conocer la obra de autores de todas las latitudes de la hispanidad. Deseable es también que abunden versos y que viajan, poco importa si en barcos o aviones, en trenes o autos, pero que terminen, eso sí, a buen recaudo, sobre letra impresa, al pie de esos andenes de interminables historias de la vieja estación Atocha.