Pero volviendo a la peli - que es tema más grato -, la superposición de la vida real y la onírica de la protagonista (en su vertiente pesadilla) es como el ying y el yang, como el Cisne Negro y el Blanco que pretende encarnar a la vez, o sea, no podemos definir exactamente las fronteras de un mundo y otro y, de hecho, parte de lo sublime en este filme es que no vemos, en ese sentido, las costuras. Sin embargo, toda esa cantidad de sangre (que si los dedos, que si la espalda, que si el charco de la muerta-no muerta saliendo por debajo de la puerta del servicio, que si la otra dándose cuchilladas en el hospital), toda esa innecesaria vulgaridad de la sangre, podía habérnosla ahorrado. Para qué ofrecer notitas de thriller sanguinolento cuando se tiene un tema tan absolutamente maravilloso como es el del dolor del acto creativo y cuando ese dolor aparece con un fondo musical tan apropiado como es la música del mejor Romanticismo ruso. El otro punto flojo es la actuación de Portman: ninguna grande étoile de ballet es una muchachita de casa (bitonguita, se decía en mi época). En ese mundo (sobre todo en el del ballet, como en el de la política), para llegar hasta ahí hay que tener, amén de mucha inteligencia y astucia, unas agayas de "quítate-que-te-desaparezco del mapa".
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