10 févr. 2008

Prólogo de La canopea del Louvre


Este es el prólogo de Ramón para nuestro libro La Canopea del Louvre. Muchos me han pedido el libro y otros fragmentos del libro. En lo que preparo el correos para enviarlo voy adelantándoles el prólogo.

Dos criollos ante la esfinge
Europa y su cultura, como todo, tiene su adentro y su afuera. La idea que nos hacemos de ellas depende de la perspectiva particular desde dónde nos fue dado percibirlas. El Caribe, o Mediterráneo americano, ha sido, como el Mediterráneo europeo, el sitio donde han convergido varias civilizaciones a través de los siglos desde que el hombre comenzó a ocupar esas innumerables islas, golfos, istmos, mares y recovecos costeros que lo conforman. Tierras calientes y mesetas, altos páramos y manglares inextricables, selvas perfumadas donde resonaba el rugido del divino puma y centelleaban las raras plumas del quetzal. Por este paisaje exhuberante, desbordante de bellezas y terrores, que con la frecuente erupción de los numerosos volcanes levantaba o hundía las sinuosas costas con indiferente majestuosidad, el hombre fue poco a poco y en oleadas sucesivas intentando establecer su improbable existencia, su intrínseca fragilidad existencial.

Cuando sobrevino la sorprendente conquista de este mundo incomparable por la corona española, la dominación nominal de un emperador lejanísimo, un flamenco encaramado por la alquimia de las alianzas interesadas de las familias reinantes del continente europeo en el trono del gobierno más extendido que hasta entonces se había dado sobre la superficie de nuestro planeta, pasó casi totalmente desapercibida por los diversos pueblos que ya vivían dispersos por esas tierras benditas por la naturaleza. Excepto, naturalmente, por aquéllos que se toparon de frente con los rústicos extremeños armados de relucientes armaduras y blandiendo persuasivas espadas de refulgente acero.

El Amor hizo el resto y con el paso de las estaciones de huracanes y el desamparo, fuimos apareciendo a la luz equinoccial de nuestras respectivas tierras de nacimiento, los criollos, una raza nueva compuesta por todos los nacidos en América, puesto que así, arbitrariamente, le pusieron por nombre al nuevo continente los desaforados conquistadores y los funcionarios atrabiliarios del aparato imperial más torpe que haya habido en la historia de la administración de Estado alguno en lo que va de historia.

Desde entonces, hace apenas quinientos años, y cualquiera que sea la mezcla de razas que ya llevemos en nuestras venas, un lazo de identidad indeleble nos ata a los europeos. Por la misma sangre, por la misma lengua, las mismas religiones, las costumbres y culturas que entraron en la composición de nuestra conglomerada naturaleza, pero una diferencia fundamental nos separará siempre: "que no en vano entre Cuba y España tiende inmensas sus olas el mar", como tan bien supo expresarlo José María Heredia.

Todo esto va para poner en claro que nuestra mirada, simultáneamente exterior y familiar, y nuestra misma comprensión de los conceptos, principios y artes que nos fueron inculcados por nuestra metrópolis no pueden ser los mismos que los de un europeo nato, enraizado en su propia tierra donde dos o tres milenios de estructuración social y política han logrado que se cosechen los abundantes frutos de tanto ingenio y esfuerzo humano invertido en ello.

No soy el único oriundo de la Isla de Cuba que siendo aún niño se aventuró a leer La Ilíada y cuya interpretación de los hechos allí referidos fuera parasitada por perplejidades y paradójicas confusiones que el hiato entre lenguaje local y castellano correcto nos provocaba causándonos inquietantes espejismos y frecuentes interpretaciones fantasiosas que de cierta manera enriquecían el texto pero que de manera no menos cierta lo condicionaban en nuestras mentes, dándole un color y sabor particular. La lectura que para un peninsular no presenta más que los equívocos naturales a la interpretación de tan antigua leyenda, para un cubano resulta plagada de ambigüedades.

Al leer que aquellos valerosos guerreros se cobijaban a la sombra de los frondosos plátanos al criollo le resultaba inverosímil que siendo el bananero que nosotros llamamos "mata de plátanos" árbol que tan poca sombra ofrece por lo modesto de su tamaño y la particular disposición de sus amplias pero bien separadas y no muy numerosas hojas, pudiese servirle de cobija al guerrero contra los rayos del sol.

Y sucedía igual al leer que en sus frecuentes banquetes aquellos guerreros comían sabrosas viandas, que en nuestro lenguaje quería decir que se trataba de malangas, yucas, boniatos, ñames, quimbombós, y todas esas raíces y verduras que en efecto son muy sabrosas a nuestro paladar y que nosotros englobamos bajo esa definición, pero que no tienen nada que ver con las carnes a las que el texto original se refería.

En mi caso el malentendido se agravaba por el hecho anecdótico de que en mi barrio de La Víbora había dos jóvenes mellizas mulaticas, muy rafistoleras y pizpiretas que habían recibido por nombre bautismal los de Briseida y Criseida que en el libro de marras fueron las dos famosas prisioneras cuya atribución como botín de guerra en beneficio a otro guerrero aqueo provocó la terrible cólera de Aquiles que constituye justamente el tema de tan prestigioso libro. Peor aún, Ulises, antes de haber leído La Ilíada, era para mí un vecino negro un poco mayor que yo y muy delgado, que sufría a diario porque sus nalgas y piernas muy elegantes pero excesivamente largas y fibrosas no correspondían con el canon de belleza que los folletos de ejercicios de Charles Atlas, que circulaban entre los adolescentes deseosos de mejorar su apariencia atlética en mi vecindario, nos presentaban como ideal de cuerpo masculino. Esto me obligaba a hacer el esfuerzo de no pensar en el negro Ulises, tan desnalgado y desgarbado, cuando leía las portentosas empresas en las que se involucraba su ilustre e ingenioso homónimo de veinticinco siglos atrás. Algo de la apariencia del negro Ulises quedaba siempre inevitablemente adherida a la imagen que yo me hacía del héroe aqueo, como la que me hacía de Briseida y Criseida cuando era cuestión de la guerra de Troya.

Alejo Carpentier relata en El reino de este mundo cómo una esclava haitiana se escandalizó cuando su ama que había sido en París famosa actriz del Teatro Francés antes de casarse con un rico terrateniente establecido en esa vecina colonia, reunió a altas horas de la noche a su dotacion para declamarle los admirables versos de la Fedra de Racine e intentar disipar, en su atormentado insomnio, su nostalgia de París y su fatal aburrimiento, en la ociosa vida que llevaba en esa opulenta plantación insular, propiedad de su marido. Con su poco francés la negra había logrado entender que esa señora, quien para ella seguía siendo su ama y no una dama de la nobleza de un reino de la antigua Grecia, estaba enamorada de su propio hijo y un no sé qué de amores monstruosos entre un toro y su propia madre y de caballos surgiendo de las olas y otras tantas cosas extravagantes que la dejaron totalmente confundida.

No muy diferentemente quedé yo mismo cuando entré por vez primera al gran salón que albergaba por aquel entonces la serie de pinturas que Rubens había dedicado al casamiento de María de Médicis con un Rey de Francia. En efecto, en una de esas enormes pinturas aparecía un cardenal llevando consigo a un joven rubio y muy hermoso, totalmente desnudo, para presentarlo a otro prelado de su mismo rango que lo recibía con mucho agrado. Ignorando totalmente las complicadas referencias a la política de ese reinado en el que fueron parte de la propaganda estatal contingente, para alguien venido de tierras más interesadas por todo tipo de satisfacciones sensuales y formado en la cultura de la picaresca que era vigente en España cuando de poblar sus recientes colonias se trató, aquella escena era, evidentemente, un contubernio entre estos dos prelados de la Santa Madre Iglesia, que ya de por sí el pueblo para su fuero interior sospechó, desde siempre, que acogía a homosexuales tapiñados a causa del forzado celibato. Sospecha que en nuestra época de prensa que goza de vertiginosa libertad de expresión y beneficiada por la disolución feliz y definitiva de la Santa Hermandad que encubría todos los abusos de esta vetusta institución religiosa, se confirma tan constantemente con los innumerables casos que surgen a la luz pública para mayor alegría de sus numerosos enemigos.

Para mí no había otra manera pues de entender aquella escena: los dos cardenales se estaban regalando al mancebo con intenciones galantes y probablemente con venales intereses mediando, porque andar encueros por la vida siempre fue signo de serias necesidades materiales del que así en pelotas se enfrentaba al mundo de los pudientes de los que estos rozagantes cardenales mostraban ser ejemplo encantador.

Me llevó mucho tiempo enterarme del presunto tema de tan ambigua alegoría, y por otra parte, el saber esos pormenores históricos no añadió nada para resolver el jeroglífico o charada que para mí dejaba traslucir esa escena inventada por Rubens. ¿Cuáles habrían sido finalmente las verdaderas intenciones de los que encargaron el cuadro? Es imposible dejar de pensar mal viendo tal equívoca escena. Por muy apasionado del Poder que uno fuese, el contenido erótico de tal composición no podría pasar desapercibido. Detrás del carnaval del Poder hay un misterio mayor que subyace y dispara la invención de un artista como Rubens, sabio catador de carnes sabrosas y epidermis lechosas de señoronas flamencas bien envuelticas en mantecosa sensualidad. A mí que no vinieran a contarme que el tema de ese cuadro no era esa cundanguería apenas disimulada con la que Rubens había querido halagar a algún poderoso bugarrón que le encargó el cuadro, porque nunca me lo iba a creer.

Muchos otros ejemplos pudiera seguir ofreciendo para ilustrar lo que me interesa demostrar, y que es el infinito placer que el ejercicio juguetón de la polisemia galopante provoca en aquellos felices y despreocupados espectadores que tienen la suerte de poder entrar a disfrutar de las pinturas en el Museo del Louvre ignorando las vanas pretensiones de los funcionarios de ministerios de gobiernos hace mucho tiempo ya desvanecidos en la bruma del pasado. Pero huelga llover sobre mojado, porque lo que nos queda realmente de toda esa hipocresía prudente – no olvidemos que La Rochefoucault definió a la hipocresía como el homenaje que el vicio rinde a la virtud –, es la cosecha ubérrima de los múltiples sentidos libidinales de nuestra fantasía y el arbitrario disfrute de la cosa pintada: ese capricho estético y sublime de los discípulos de Epicuro que siempre nosotros, los malditos criollos, seremos en el fondo de nuestras versátiles naturalezas.

El hecho de que las cosas sean lo que nos imaginamos que son, y no algo con sentido intrínsecamente definido en sí mismas, nos resulta tan evidente como que la importancia que estas cosas tienen es exactamente, ni más ni menos, que la que nosotros mismos, con nuestro bagaje cultural particular, nos complace darles.

Las fuentes literarias como Las Metamorfosis de Ovidio y la Leyenda dorada, así como los Evangelios y La vida de los doce Césares y otras fuentes históricas de la Antigüedad, nutrieron la imaginacion de los artistas europeos después del Renacimiento. Estos ingeniosos artistas y artesanos vistieron con sus elaborados inventos a las noblezas que los empleaban rindiéndolas finalmente prestigiosas con sus obras de arte.

Fue arte de calamar echando su tinta para enturbiar las aguas mentales y ocultar la fuerza bruta y las injusticias de la estratificación social del Antiguo Régimen que estaba en la base del abusivo contrato social de entonces. La cogioca catolicona invirtió parte de lo que le sacaba a sus feligreses en embelesarlos ofreciéndoles vírgenes adorables y presepios suntuosos en los que sublimar sus necesidades a través de la delectación estética, que es patrimonio común a todos los mortales, pobres o ricos, ignorantes o eruditos.

Cuando el Caribe empezó a vivir bajo la influencia cultural europea se pobló de náyades, hamadríades, sátiros, faunos, centauros, grifos, y dioses y diosas mucho más antropomórficos que los que los naturales de estas ínsulas y tierras firmes solían, previamente, inventar para sus cultos en los que a su vez el cuerpo carnal de los creyentes era parte integrante de las ofrendas que exigían las entidades tutelares de los imperios mesoamericanos. La carne era para ellos cosa literal: carne viva en sangre y humores, descuartizada sobre los teocalis. La masacre era parte de los cultos practicados antes de que llegaran los abanderados de la cruz a cometer otros desmanes, menos horrendos, aunque no menos inhumanos. A los santos que devoraban gente sucedieron santos que los mantuvieron sujetos a unos amos que no supieron darles ni una vida decente ni una visión coherente y racionalmente satisfactoria de sus vidas.

Hubo una interesante inversión en la relación de fuerza entre el Dios, o los Dioses, y la carne humana. Huitzilopochtli devoraba el corazón de los prisioneros que el aparato imperial azteca le ofrecía. A Jesús, o la Santísima Trinidad, o la Virgen María — en el catolicismo español no queda muy claro ni a derechas quién gobierna finalmente el Cielo —, se le ofrecieron desde el momento de la conquista, y en adelante, sólo cuerpos pintados exquisitamente sobre lienzos, expuestos por todas las paredes de las iglesias americanas. Además, los fieles se podían comer literalmente a Dios según rezaba el embeleco de la Transubstanciación del pan en cuerpo de Cristo en el momento de la consagración de la hostia. Algo con lo que, junto con la virginidad de María, la resurrección de la carne y otras finezas de ese cariz pseudofilosófico, el Vaticano se dio a la tarea de intentar tupir para siempre la inteligencia humana y hacer que los pueblos olvidasen el precioso legado de la filosofía helénica mientras su poder secular duró en Europa.

Después de la invasión europea y bajo la influencia de la irracionalidad de los dogmas católicos fue el espacio mental el que se llenó de cuerpos fantásticos, de síntesis de diversas bestias y de bestias y hombres entreverados. Los hombres alados cubrieron los cielos rasos de las iglesias. Que cada casta sacerdotal se da mucha maña para inventar un nuevo mundo de formas con qué embobecer a sus incautos creyentes y ponerlos a trabajar mansamente en su provecho. Y ésta no se quedó atrás en el arte de inventar graciosas patrañas y mitologías útiles para su gobierno. Y todas esas maravillas creadas por los pintores y escultores por virtud de la vanidad y avaricia real se fue acumulando en palacios, iglesias y conventos, esperando el momento en el que la Revolución Francesa diera libre acceso al hasta entonces inculto pueblo al usufructo de ese precioso acervo celosamente guardado hasta entonces por unos cuantos para su propio beneficio y deleite.

Y detrás de ese bajo pueblo autóctono llegamos nosotros, los criollos, desde nuestras lejanas tierras, con los ojos llenos de otros paisajes, más incultos aún que los menesterosos de Europa, y por lo tanto, mucho más libres para interpretar a nuestra guisa todas aquellas ficciones cuyas verdaderas intenciones propagandísticas ya a nadie incumbían y en la inmensa mayoría de los casos ni interés despertaban.

Esa carga fantasmagórica de la historia llegó a agobiar a los inquietos espíritus de los artistas de los comienzos del siglo XX. La revolución estética del vanguardismo se rebeló contra lo que ellos interpretaban que era la causa de la terrible Primera Guerra Mundial: esa sociedad burguesa heredera del Antiguo Régimen, arrogantemente triunfante después de las masacres con las que reprimieron a la Comuna. Los artistas dadaístas y surrealistas intentaron hacer tábula rasa y recomenzar de nuevo la historia del arte a ver si con ello se exorcizaba la terrible marcha hacia la violencia que el Poder de los Estados Nacionales terminó por provocar a todo lo ancho del continente durante la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría, durante las que el fascismo, el comunismo y la democracia se repartieron por mucho tiempo el orbe en espectacular zafarrancho de rapiña y aún más sangrientos y destructivos combates.

Los criollos vimos todo eso producirse de lejos, con algunas salpicaduras, pero nunca sentimos verdaderamente ningún deseo de hacer tábula rasa del pasado. Nuestro pasado era un vacío formal, una nada después de la irrupción de los blancos sobre toda la extensión del Nuevo Mundo. Fuimos espectadores interesados pero finalmente ajenos a la hecatombe de toda una civilización que nos había dado origen. ¿Por qué habríamos de querer borrar el pasado nosotros que tan poco pasado teníamos?

En Europa a fuerza de revestir con obras de arte el origen violento de todas sus dinastías y hasta de sus Repúblicas el pasado quedó disimulado y hasta se volvió prestigioso. Nosotros, los de América, soportamos nuevos ricos y recién encumbrados caudillos desnudos, encueros y en pelotas, tal como en el viejo continente los hubiera hace mil o dos mil años, antes de que cubrieran a las todavía reinantes familias europeas con el oropel que el talento de las innumerables generaciones de artistas logró darles.

Nosotros, los de América, aún soñamos con seres fantásticos en la duermevela de nuestra perezosa cotidianeidad, cuando los europeos ya se han despertado y dado cuenta de la farsa. No sólo la religión sino las artes son un delicioso opio que hoy, gracias a la democracia, queda al libre arbitrio de cada individuo para su difrute. Hoy ya sin ningún debido respeto ni estudios especializados, ni don particular.

Descaradamente. Por cuenta propia y sin la más mínima responsabilidad. Juguetes nuestros son los cuentos y los simulacros, las estatuas y los lienzos de los que están repletos los Museos europeos. Para inventar en nuestro goce y beneficio, con todos ellos, nuestro propio mundo de recién llegados a esta prodigiosa caverna de Alí Babá, desbordante de tesoros ajenos que por ventura pueden ser ahora nuestro regalo y diversión.

Es un hecho que el arte es comunicación libre, intercambio, y que es natural que el pueblo que sobreabunda de talento sea pillado por aquel que no ha tenido la ventura de haber sido tan ricamente dotado por la madre Naturaleza. La propiedad de las obras de arte es una de las tantas falacias que envenenan nuestra concepción de la cultura. El arte pertenece a aquel que lo siente y lo aprecia, y no al que lo cree poseer encerrándolo en recintos privados o cajas fuertes.

Dicen que el mango más sabroso es el que se roba de mata ajena.

¡Vean cómo gozan estos dos desenvueltos criollos ante tan misteriosa y patinada esfinge! Las pinturas que así los inspiran les pertenecen verdaderamente. Son ellos los que las usufructan. A su lectura los dejo para que se contagien con tanto desenfado y abandonen toda esperanza de seriedad aquellos que se atrevan a entrar en este delicioso infierno.